El mejor regalo, el que recuerden los hijos, el que les saque una sonrisa cuando sean más grandes, se envuelve en un papel a prueba de tiempo.
Ese regalo se guarda en la gaveta donde están las cosas importantes, que no caducan ni tienen moho ni se deprecian. Nunca pasa de moda. Es uno que nos dieron mis papás, aún cuando éramos tan pobres, con un techo con huequitos donde entraba la lluvia.
Ese regalo era hacernos sentir importantes. Somos 3 hijos y cada uno tenía muchos sueños. Mi mamá siempre sacó tiempo para escuchar esos sueños que sonaban locos, distantes, enormes y los aplaudía. Mi papá siempre tenía abrazos y en cada uno nos hacía sentir absolutamente especiales.
Las navidades eran una bendición porque extrañamente no aspirábamos a tener sino a reírnos mucho. Ya sabíamos que no era Santa sino el Niñito el que nos daba justo lo que ocupábamos. Entendimos, porque asi nos lo explicaron, que para ser feliz no se ocupa demasiado tener sino un gran ser.
En el pasado lo poco, y en el presente, más abundante, el regalo más importante sigue siendo el mismo de siempre: sentirnos unos a otros especiales, pertenecidos, amados.
Creo que tomé total consciencia de esto, luego de conversar con una psicóloga del PANI, Irene Arce. Luego de que hablamos sobre la tristeza con la que cargan su alma los niños invisibles, abusados y abandonados, supe que la felicidad en la infancia la trae el amor. Se le quita el envoltorio a los regalos pero se botarán al basurero cuando ya no sirvan.
Lo que no se deshecha es el poder de amar y ser amado, respetar y ser respetado. Por todo esto, el mejor regalo, por dicha, no depende del salario, del aguinaldo, de las notas de la escuela y de si en el año nos fue bien o no. Depende de la bondad del corazón de los adultos para amar. Ese es el mejor de los mejores regalos.
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1 comentario
HERMOSA REFLEXION!