Dios tiene una sucursal en el regazo de mi madre. La oficina es enorme y se extiende al corazón y en vez de escritorios y sillas, uno se acomoda en lo que necesite: si es una cama para descansar, si es una cuchara para comer, si es una sombrilla porque llueven tristezas, si es un alero para buscar sombra, si es un lápiz para escribir, una pastilla para tranquilizarse…Ahí hay de todo.
Dios frunce el ceño. Claro que lo hace, por eso mi madre no le perdió gesto: ella también se enoja y me dice lo que cree sin dobleces aunque pensemos distinto y vivamos distinto. No es siempre ternura, puede ser fuego y estará dispuesta a defender sus verdades, a proteger el amor y cobijar con su propia piel a los que ama. Tiene un rótulo de advertencia en la entrada para los que quieran meterse con sus hijos y hacerles trizas el corazón.
Dios no necesita trámites, por eso mi madre tampoco. No hay que anunciarse para entrar ni pedir permiso para reírse con ella; uno puede llorar y acurrucarse en la esquina de su alma cuando siente dolor. En su regazo caben los triunfos y los fracasos, los cienes y los ceros porque su amor no depende de una nota ni de una carta de recomendación.
Dios juega, Dios canta, Dios pinta, Dios acuna, Dios crea… Todo eso lo hace también mi madre.
Dios, anciano de años, es grande y por eso la buscó a ella para ponerse una sucursal. Necesitaba alguien con el corazón así de ancho en un mundo lleno de caminos angostos para recorrer y crear la felicidad en ese caminar.
Dios no es fácil de entender. Por eso hace equipo con mi madre, que ama más allá de lo comprensible y si se ha equivocado es por amor.
Gracias a los dos, por existir.
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