Por: Lizeth Castro/
Todo sigue moviéndose, nada da tregua. Y Dios que no habla. Enmudece justo cuando más se requiere su voz. Porque El puede decirle a la tormenta que se calme y se calmará. Él puede gritarle al mar que se tranquilice y se tranquilizará.
Él es LA VOZ. Pero no lo escucho.
Quiero que suene fuerte su mandato de que todo lo que está costando tanto, se vuelva menos difícil, es más se vuelva fácil. Que nos regale su voz imponente para ordenarle al caos, que cese.
Pero hace poco entendí que yo esperaba un Dios de fábula que pega cuatro gritos, saca el luminoso látigo y lo revienta contra el piso, y todo, temblando de miedo, le obedece.
Y sucedió lo que te quiero contar. Hace poco, llegué, no sé cómo, adonde vive el silencio. Muy dentro de mí. Y ahí, en el silencio, empezó el milagro. El susurro de Dios.
Todo ruido se quitó. Lo difícil seguía siendo difícil, pero en la paz del silencio, entendí que todo pasa. El caos sigue, pero en la paz del silencio, entendí que se llegará a ordenar.
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El susurro de Dios, del Dios guerrero, es una Voz llena de amor. Yo la quería enojada y soberbia. La quería humana, miserablemente humana, iracunda, llena de ego, altanera, vanidosa, hinchada y arrogante, porque es Dios y si yo fuera Dios… por algo no lo soy.
El susurro de Dios es contundente, transformador. No ocupa aspavientos.
Vale por sí solo, penetra impecable y toca el alma, justo adonde debe ir.
Yo quería que la voz le ordenara a todo, que volviera a la calma. Y no. Su susurro me ordenó a mí, calmarme. Eso era lo que yo necesitaba.
Por eso, todo sigue moviéndose, nada da tregua. Y no hay problema. Porque resuena en mi corazón el susurro pacífico del Dios que me sostiene en la batalla, poderoso, divinamente sosegado, que me ordena calmarme como paso previo para el triunfo.