Dios me pensó y algo poderoso sucedió en ese instante. Algo que resultó en aliento, en chispazo mágico vital.
Dios me vió antes que nadie más lo hiciera, y sus ojos de amor lo transformaron todo y me convirtieron en grandeza cuando nadie había advertido ni siquiera mi nombre.
Dios me concibió. El Creador no se cansa de crear y yo soy parte de su lista maravillosa. Yo tengo sus colores, llevo su música en mi sangre, tengo su risa complacida y bondadosa de Padre, cuento con su cuidado, con la herencia de su amor prometido y cumplido.
Tengo sus huellas en las palmas de mis manos, y mi corazón reconoce que El está en mí porque el amor hace que nos unamos para siempre, de forma indisoluble.
Hija pródiga muchas veces, más de las que debiera, todos los caminos me han llevado y me siguen llevando a El y la forma de amar suya es la de siempre, sin cambios, con los brazos abiertos, alegre y sin culpas.
Dios es la Fiesta a la que más le gusta ir a mi corazón.
Si tengo consciencia de esta verdad, todo fluye por puro amor, sin más estrategia que la de devolverle en gratitud todo lo concedido y lo aún no revelado.
Dios me suena a Papá y a Mamá y por eso me acuno confiadamente en El. Su beso en mi alma me levanta cada mañana.
Dios me suena a todo. Me suena a llenura, a experiencia, a lo básico y lo extraordinario, a lo suficiente, a lo inimaginable, a lo abundante, a lo envolvente, a lo incomprensible y a lo sencillo del amor. Me suena a misterio en su inacabable acto creador de la vida.
Dios me pensó y le ordenó al amor que me diera forma. Y El vio que era bueno.
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