Escrito por : Lizeth Castro/ lcastro@lizethcastro.tv
Cansadas de tener que estar disponibles para los maridos y los hijos, sin derecho a descansar un solo minuto, un par de mujeres se reunieron a tomar café. Firmaron un documento donde se declaraban culpables. ¿De qué? De estar tomando café; de no estar corriendo en la casa juntando zapatos de la sala, ropa sucia en los cuartos, tablets que ya se cargaron; cosas, las muchas cosas que hacen, vos sabés cómo es, la lista interminable.
Agotadas, porque además ambas trabajaban fuera y dentro de la casa. En sus trabajos, estaban llamadas a ser las mejores, porque las vivían comparando con otras y con otros y el temor de perder el salario era mucho. Como si no fuera suficiente, temían que en sus hogares pedir ayuda fuera contraproducente.
“Pobrecitos los chiquillos, cómo van a lavar los platos si llegan cansados del cole”, coincidían las dos.
Estaban en la tertulia cuando se dieron cuenta que en la mesa de la par había una mujer sola, sonriendo sola, acordándose de algo sola… Y la invitaron a la mesa; querían saber su fórmula para estar tan sonriente, no parecía tener culpa, era rara, peligrosamente feliz.
La mujer agradeció la invitación y en carrera se pasó a la mesa del par de amigas. Les contó que desde hace rato se dedica dos horas de una tarde, entre semana, a tomar café con su mejor amiga.
-Pero te vemos sola, ¿no ha llegado tu amiga?
A lo que respondió:
-Esa es puntual, no falla.
Las amigas no entendían; ahora es que también era peligrosamente loca, pensaron.
-Pero hoy te falló!, dijo una de ellas riéndose.
La mujer la acompañó en su risa:
-No, qué va, esa no falta ni falla, soy yo misma!! Por eso mi mejor amiga siempre está puntual.
Ahora sí, las tres se rieron y las dos que creyeron que esa estaba sola, le aplaudieron con admiración.
-Pero yo las admiro más a ustedes -, aclaró. –Vienen juntas, qué dichosas! A mis amigas les propongo que hagamos esto y siempre hay una excusa para no hacerlo, les parece sin importancia respirar hondo, reírse por cualquier cosa, hablar de todo y de nada y tomar café sin que nadie te pida más que tu compañía.
El tiempo pasó.
Hoy, ellas tienen 80, 83 y 85 años de edad.
Se siguen reuniendo una tarde a la semana, dos horas. Desde aquella primera taza de café en que en broma inauguraron “El club de las mujeres agotadas”, se siguen llamando así, “pero agotadas de reírnos!”, dicen hoy.
Ellas son peligrosamente felices porque a todos les cuentan que en la mesa hay 6, cuando la gente ve 3 personas. El cuento de “Traje a mi mejor amiga”, ¿Se puede sentar acá con nosotras mi mejor amiga?, “déjenos 6 menúes”, las hace carcajearse.
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Sus hijos siempre son tema de conversación. Por ellos, las tres, han reído y llorado juntas. Todos crecieron y se fueron de casa. Una de ellas está viuda, otra siguió enamorada de su imposible que sigue en contacto con ella y las tres aman al esposo de la tercera, que es una ternura de hombre y también se reúne con sus amigos, como lo hizo desde joven sin la más mínima culpa, que estas tres sentían.
Se enseñan las fotos de sus nietos y se sienten orgullosas de ser mujeres. Recuerdan lo maravilloso de sus trabajos y lo difícil por supuesto que era lidiar con tanta exigencia.
Aprendieron aquella tarde que la única no-invitada es la culpa. Esa quedó desconvocada desde el momento en que la taza de café se llenó de risas necesarias para reconectarse con lo simple de la vida.