Mariela luchó cada día durante 13 años, para que cada beso que le daba a su esposo, lo convenciera de que el amor valía la pena.
Empezó chineándolo, teniéndole paciencia con su obsesión por trabajar, tolerando que llegara tarde cuando tenían celebraciones importantes. Luego justificaba su indiferencia por lo que le pasaba a ella en su trabajo y hasta con los hijos; se mentía a sí misma que disfrutaba el sexto con él y excusaba su constante mal humor…. Pero ella seguía besándolo.
Soñaba con que algún día la llamara por teléfono para decirle que la amaba, en lugar de esto, la llamada que recibió fue para decirle que ya no volvería a la casa: tenía otra familia a quién elegía sin dudarlo, otra esposa y otros hijos.
El relato llega a mi correo y tengo que detenerme. Hay tanto dolor en cada palabra. Ella me autoriza a escribir sobre esto. “Desearía que jamás hubiera dudado de cuánto valgo yo y haber tenido claro cuánto valía él”, sentencia.
Al final, ella no es culpable de nada, pero claro que la lección aprendida es dura: Dejó de creer que los sapos se convierten en príncipes. Dejó de creer que al no convertirse, “hay que seguir besándolos porque al rato y sucede el milagro”. Eso, sólo en Disney.
Nadie cambia si no es por voluntad propia. Nadie deja de ser sapo si no está dispuesto a renunciar a ese charco. Toneladas de besos no lo sacarán de ahí.
Deja de besar al sapo. Nunca será príncipe.
El príncipe, imperfecto por supuesto pero caballero y respetuoso, apreciará cada beso para amarte más no para convencerse de que sos mujer valiosa y digna. No está apostado en un charco mal oliente sino de pie, celebrando la ruta de la vida con vos, así como vos y como él se lo merecen.