Textos y foto: Ana Coralia Fernández Arias, periodista.

Pueden ser ajenos o propios, pero uno no se explica por qué, en un punto y lugar, nos toca ser testigos de acontecimientos extraordinarios.

Trágicos, irónicos, estraños, insólitos, la mayoría de las veces estos hechos nos cambian la vida en 180 grados, especialmente si además de testigos, nos toca ser protagonistas.

Sentir que la muerte estuvo a unos centímetros, reflexionar acerca de seguir vivos o simplemente haber estado allí y preguntarse ¿por qué no fui yo?, son solo algunas vertientes de lo que se puede sacar de bueno de una situación límite.

Por eso la historia de Ana Victoria Mora y Manuel Bouza, un matrimonio con 42 años de casados, tres hijos adultos  y una vida hecha.

¿Hecha? ¡Mucho decir! Porque nunca se sabe en qué momento nos puede cambiar todo a partir de eventos absolutamente furtivos.

Aquel domingo, Ana y Manuel venían de San Ramón, de la famosa “pasada de los santos”. Fue el 30 de agosto del año pasado. Todo ocurrió dos kilómetros antes de llegar al peaje de Naranjo, en medio de un aguacero.

Ana venía de copiloto. De pronto, vio que un ‘pick up’ doble cabina derrapó en el carril contrario y se vino dando vueltas hacia ellos.

El auto, tripulado por cuatro pasajeros se estrelló en contra del de ellos y en un salto asombroso, cayó al lado derecho, sin que se mataran unos u otros.

Manuel lo recuerda así: “Nosotros veníamos solos. Justo dos kilómetros antes del peaje y en medio de la lluvia, Ana me advirtió: “Uy ese carro derrapó”. No venía como un trompo, sino techo, llantas, techo, llantas, techo, llantas… y como yo freno, lo único que acatamos fue a quedarnos quietos. El carro nos cayó encima, saltó y quedó al lado derecho nuestro al sentido contrario de cómo venía, con las llantas para arriba”, afirma Manuel todavía consternado.

“Ese carro cruzó dos carriles, queda volcado, queda en la cuneta, con cuatro personas adentro. Fue todo tan rápido que las bolsas de aire del carro de nosotros se abrieron y en solo segundos lo vimos todo azul. Creímos que nos habíamos muerto. Mi explicación de que no nos pasara nada es que Dios estaba ahí con nosotros. No hay más”, complementa la historia Ana Victoria, todavía asombrada del recuerdo.

Como venía mucha gente de San Ramón, inmediatamente los demás conductores empezaron a ayudar en una colisión realmente insólita.

Ellos lo recuerdan como una película en cámara lenta.

No hubo frenazos, ni choques adicionales. Solo el carro inmenso dando vueltas hacia ellos y esos milímetros o segundos que hacen la diferencia entre la vida o la muerte.

“Solo vivir eso, le da uno la dimensión de que esas cosas no pasan solo en las películas, realmente suceden”, describe Ana todavía sin dar crédito a su memoria.

“Un señor que venía atrás de nosotros y que llegó en nuestro auxilio, nos dijo: ‘mire yo le dije a mi señora, quedate aquí porque ahí adelante están todos muertos…”.

En el otro carro viajaba una pareja con sus dos hijas, y “-gracias a Dios-, cuenta Ana, nada les pasó”.

Lamentablemente, el carro que volcó no tenía seguro y ahí empezó otra parte tremenda de esta novela.

El automóvil de los Bouza, quedó destruido. Al ver las fotos es increíble que hayan salido ilesos de semajante choque.

Ilesos, en lo que se ve, porque una experiencia así siempre deja secuelas materiales y psicológicas.

Mientras me detallan su relato, cuentan que entre papeleos y trámites de la aseguradora estatal, no les dieron pérdida total, tuvieron que vender el carro ya reparado, se quedaron sin vehículo y este incidente afectó seriamente su economía. Eso sin contar con lo vulnerables y asustados que se sienten a cinco meses de estar al borde la muerte.

Aunque la vida no tiene precio, se sufre mucho cuando la casualidad, la suerte, la imprudencia, te dejan ‘manos arriba’ y empezando de nuevo.

Pero, más allá de lo material y tratando de ver el vaso “medio lleno” cuando les pregunto cómo se sobrevive a algo así, esta pareja que ya peina canas, afirma que sin duda el impacto no fue solo para el carro.

“Dios da estas oportunidades para que uno se plantee el sentido de su vida y de su camino. Nuestros hijos, por ejemplo, ahora están muy pendientes de nosotros. Al momento del accidente se movieron de inmediato y de todo esto nos queda saber que no estamos solos, que somos una familia unida y que hay mucho por lo que seguir viviendo. Manuel por ejemplo, se pensionó el año pasado y nos planteábamos su retiro como algo tranquilo y lógico. Ya ve, esto nos cambió la vida, nos afectó los ingresos y ahora hasta creamos una empresita familiar para salir adelante. Eso nos mantiene atentos y ocupados”, dice Ana serenamente, “aunque ha sido comenzar de cero cuando uno piensa que ya había terminado…”.

Después del accidente Ana y Manuel, se han quedado en una especie de silencio. Están seguros de que nada es para siempre, y que todo cambia de un momento a otro. El apergo a las cosas no tiene sentido y hay que estar optimistas para lo que venga.

Son testigos de su propio nacimiento, en un antes y un después de un hecho violento y milagroso a la vez.

Testigos de que Dios se manifiesta en los detalles más increíbles.

Testigos de que la vida es frágil como quebrar un lápiz y hay que agradecerla golpe a golpe, verso a verso.

Acerca del Autor

Soy periodista desde que tengo uso de razón. Siempre me gustó preguntar por todo y escuchar respuestas, incluido el silencio como la mejor en algunos casos.

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