Periodista: Ana Coralia Fernández Arias

Alberto Vargas es zapatero en San Antonio de Coronado. De un cuarto, a la salida de su casa, hizo una tienda con zapatos hechos a mano y vitrinas donde exhibe hermosos pares de tennis, sandalias, zapatitos y botas para motociclistas y de trabajo. Es un hombre de mediana edad, mas, si a eso le agrega que hace 31 años se dedica a ser zapatero remendón, uno podría pensar que era un chiquillo cuando empezó a llenarse los dedos con cola y la boca de tachuelas.

Nos cuenta:  “Yo comencé a ser zapatero por necesidad.  No lo heredé de mi papá porque él no le hacía a la zapatería. Me gusta este oficio porque siento que hago algo por la gente.  En todo este tiempo me he hecho de muchos amigos y me buscan de todo lado.  En estos tiempos de tanta necesidad y con todo tan caro, que un par de zapatos se pueda reparar no deja de ser una gran ayuda.  Ya el oficio de ser zapatero se ha modernizado.  Hay mucho material sintético y el cuero ya no se usa tanto, pero igual hay que saberlos trabajar. Yo saqué a mi familia adelante gracias a la zapatería.  Hoy tengo mi casa, mi negocio y la alegría de ayudar a la gente”.

Antes era común que en cada vecindario hubiera por lo menos un zapatero remendón.

Media suela, tapillas, suela completa, cosidos, clavados, pegados, casquillos, cambiar tacón, teñir de negro… Por torcidos que estuvieran “los caites”, aquel hombre generalmente con unos lentes de lupa, reparados por él mismo con un alambre en la patilla, sentado en un taburete con tiras de cuero y una mesilla renca y fuerte, llena de clavitos, tachuelas, frascos de vidrio con cola amarillenta, tiras de cuero, cuchillas afiladísimas y gastadas, hebillas y mil “chunches” propios del oficio, revisaba el encargo.

Luego de un detenido examen, le decía a su cliente qué había que hacerle al zapato, cuánto le costaría ¡ah! “y que pasara el jueves”. ¡Siempre los jueves estaban listos los zapatos!

Cuando los carajillos iban a entrar a clases, sobre todo, después de vacaciones de 15 días, había que hacer cola, pero no para pegar suelas, sino en la fila, porque los sufridos zapatones escolares con la boca abierta como un lagarto, pedían a gritos una cosidita para seguir jugando “mejenga” y hundirse en los charcos.

Desde los tiempos ‘upa’….

Claro, hablamos de una Costa Rica, donde hace menos de cien años la mayoría andaba descalza y andar con zapatos era cosa de los capitalinos, de los ricos, de los más educados.

Era un país de “pata pelada” y como los zapatos eran un lujo, se les sacaba todo el jugo.

Por eso los pares de zapatos iban y venían del taller del zapatero. Él, como un médico empeñoso los reparaba, les curaba sus andares y los echaba de nuevo al ruedo.

Y es que, ¿habrá algo que se quiera más que un par de zapatos viejos?

No chiman, no duelen, no socan, son un anillo al pie y sobre todo, compañeros de la vida, porque ya pocas son las cosas que hacemos descalzos.

Justicia de media suela

En Costa Rica el gremio de los zapateros hizo una diferencia sustantiva integrando las filas del partido comunista desde los años 30.

Es sabido que los grandes escritores e intelectuales de este país, afines a esta ideología, en la década de los cuarenta tenían entre sus mejores amigos a muchos zapateros.

Se cuenta que la maestra María Isabel Carvajal, (Carmen Lyra), encargaba a sus amigos zapateros de todo San José, varios pares de sandalias de número variado para que los niños de su escuela Maternal vinieran a clases calzados y que así las diferencias sociales entre los que más tenían y los que tenían menos tan marcadas por aquellos años (y aún en estos), no fueran tan notorias.

Y, no deja de ser curioso, que un oficio de tanto empeño, en que se le da y se le da al cuero martillazos hasta que se estire y suavice, le dio y le dio a la conciencia nacional hasta que muchas garantías sociales se concretaron en favor de los más humildes que, probablemente, también eran descalzos.

Benditos zapatos

Este original invento que protegió los pies de nosotros los humanos, seres tan vulnerables, nos hizo avanzar sin miedo por riscos, desiertos, montañas, planicies y charcos en busca de nuestro destino. Y todos estos zapatos, botas, sandalias, alpargatas y mocasines tenían que repararse.

Por eso ser zapatero remendón, es un oficio antiguo y útil, que se moderniza al paso de los tiempos y que siempre será necesario como ser barbero, enterrador o peluquero. Es una profesión que acompaña al ser humano desde que el mundo es mundo y le ha dado dignidad a las personas, distinción y elegancia al paso de la moda.

Así, que, mientras el planeta Tierra tenga más vueltas que dar y el ser humano más senderos que descubrir, los zapateros remendones seguirán dándonos la alegría de recibir los zapaticos remendados y embetunados, para que, como lo dijo el poeta, hagamos camino al andar.

 

Acerca del Autor

Soy periodista desde que tengo uso de razón. Siempre me gustó preguntar por todo y escuchar respuestas, incluido el silencio como la mejor en algunos casos.

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