Durante muchas madrugadas, Hannia se levantaba con el corazón agitado, sudando y llorando hasta más no poder. La imagen de su hijo sin vida en la acera le clavaba un puñal en el alma  y venía esa sensación física: “Yo digo que el dolor es algo que me quemaba el pecho, sentía calor en el pecho, era un dolor físico.  Es como si mi corazón estuviera roto, hecho pedazos y pedazos, desgarrado.  Lloraba, siempre lloraba, no podía dejar de hacerlo, bañándome, caminando en la calle, comiendo, en cualquier lugar lloraba y lloraba”, dice.

Bastaron segundos para que aquél 15 de marzo de 2008 Hannia dejara de ser la mujer maestra de educación especial, esposa y madre que era, tras una llamada llena de confusión. “Viví la noche más horrorosa de mi vida.  Luego de escuchar en el teléfono que lo habían baleado, nos fuimos y uno no entiende nada.  Llegamos y ví a mi hijo tirado en la acera”.

Las últimas palabras

La madre sigue recordando: “Le tomé la mano. Le dije Papito ya estoy aquí, tranquilo. Y segundos después lo declararon muerto, conmigo ahí.  No entendía nada, nada tenía sentido. Me metieron a la ambulancia y yo decía No es a mi, es a mi hijo al que tienen que tener acá, ¡no es a mí!”, recuerda con los ojos llenos de lágrimas, mientras conversamos en la sala de su casa en Desamparados.

Con 16 años, David Alvarado López era un joven estudiante de quinto año del Colegio Rosario. A punto de graduarse, le apasionaba hacer pesas, pasión que jamás logró tener por el estudio. Sólo tenía un cuaderno para todas las materias “aunque yo le compraba todo;  sólo usaba uno, oh David!”, dice Hannia con un dejo de nostalgia de querer abrazarlo y no poder hacerlo.

Esta madre, a quien el suicidio le cruzó por la mente, ha tenido que tomar varias decisiones claves.  Estas son apenas cuatro que le ayudaron a salvar su vida.

DECISIÓN #1.  No preguntar por qué sino para qué.

Han pasado 8 años desde aquella escena inolvidable. Eran las 7 de la noche y Hannia lo recuerda como si fuera pintura fresca. En la casa de un compañero del colegio se reunieron ese día para hacer una carne asada.  Una compañera llega y se baja del carro y un hombre en moto la encañona y le pide el celular. Ella no se lo da sino que lo tira en el asiento del carro. David está en el portón de la casa. Advierte la amenaza y se le tira encima al tipo de la moto. Hay un forcejeo. El arma que trae el delincuente cae al piso. David logra esconderse detrás de un carro. El tipo, arma en mano lo busca, está furioso. David se hace un puño detrás de un carro pero el tipo lo encuentra y le dispara en la cabeza; luego nuevamente detona el arma y  lo remata en el pecho. “La segunda es la bala que mató a mi hijo”, relata doña Hannia limpiándose las lágrimas mientras continúa:  “Luego no me resentí contra el tipo que le disparó;  ese no conocía a mi hijo. Pero ¿por qué nadie le ayudó? ¿Por qué nadie hizo nada?”… El reclamo cae en el vacío.

Y más tranquila, explica: “Así que decidí dejar de preguntarme por qué.  Creo que el “para qué” es mejor.  Todos los compañeros de David se siguen reuniendo en mi casa cada 15 de marzo. Uno de ellos me llamó un día y me dijo que había sacado su título de la Universidad dedicado a David. Otro me contó que reflexionó sobre cómo estaba gastando la vida y cambió completamente.  Otros me dicen que siguen sintiéndose inspirados por mi hijo, que en un acto de solidaridad, murió”. Hay un para qué.

DECISIÓN #2.  Buscar ayuda.

A las 2 semanas de lo ocurrido, Hannia llevó a su hija menor a la escuela. Su relato es el siguiente:  “Venía de vuelta para la casa y venía frente a mí un carro. Venía rapidísimo. Pensé “me le voy a tirar” Y en segundos me cruzó por la mente la terrible pregunta ¿Y si quedo viva y si más bien me tienen que cuidar en la casa además de llorar la muerte de David?, entonces no me le tiré al carro. Decidí buscar ayuda. Me medicaron e incluso estuve internada.  Pero por dicha pedí ayuda porque yo sola ya no soportaba más el dolor. Hay que pedir ayuda.

DECISIÓN #3.  Que mis hijas se despidieran de su hermano

Hannia cuenta:  “Estando yo soltera, murió ahogado un hermano mío con 16 años.  Mi mamá no nos dejó verlo en el ataúd ni despedirnos. Su nombre no se volvió a pronunciar en casa, como si no hubiera existido. Yo decidí que eso no iba a pasar en el caso de David: mis hijas iban a despedir a su hermano y su memoria jamás se borraría de nuestras vidas.  Entonces, como el cuerpo nos lo entregaron 3 días después del homicidio –eran días feriados por Semana Santa-, cuando ya David estaba en el ataúd, le dije a mis hijas que le dijeran las últimas palabras y así lo hicieron. Yo hice lo mismo.  Le dije a David: “Siempre lo amé y siempre lo voy a amar. Mi amor,  siempre lo voy a llevar en mi corazón.  Le hice una cruz en la frente, como les hago a mis hijos y le dí un beso. Estaba muy frío pero yo lo veía tan lindo…Si usted me pregunta qué le dijeron mis hijas o mi ex esposo, ni sé, no me acuerdo. Yo estaba y no estaba a la vez, era tan doloroso”.

DECISIÓN #4.  Con el dolor hay que renacer

Con la muerte de su hijo, Hannia tuvo que armar su vida de cero. A pesar de tener dos hijas, tuvo que empezar a reencontrar el sentido de su día a día.  Hace 8 años, recuerda, varios jóvenes fueron asesinados en fechas seguidas a la de David y los padres se unieron para pedir justicia. “Eramos familiares de gente que amamos y que fueron víctimas de homicidio. Pero yo sentía que al terminar cada reunión tenía tanto rencor, en esa búsqueda de justicia todos estábamos tan heridos”, entonces era peor el remedio que la enfermedad.

Sucedió que un hombre de Argentina vino al país y contactó a 3 parejas cuyos hijos habían sido asesinados. El traía el modelo de superación del duelo de un grupo llamado Renacer. “Empezamos poquitos pero ahora somos muchos más.  Gracias a Renacer entendí que no puedo quedarme con el recuerdo de las últimas 72 horas de David –desde su muerte hasta su entierro-, sino de sus 16 años de vida. Eso me da fuerza, eso me hace sonreír a pesar de que aún lloro de vez en cuando, pero definitivamente estoy más fuerte”.  Además, Hannia asegura que un grupo de avivamiento católico en la fe también ha hecho que su alma desnutrida esté más vigorosa.  “Sin Dios no podría seguir adelante. El es todo para mí”, dice sonriendo y con la mirada más en paz.

Hoy, esta mujer, tiene más razones para sonreír y una de ellas es su propio hijo, darse cuenta de que lo amaba más de lo que creía y de que su dolor de madre hoy puede aliviar a otras que, como ella, en algún momento, creyeron que jamás iba a pasar y que estaba instalado sin poder ser removido.

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Acerca del Autor

Soy periodista desde que tengo uso de razón. Siempre me gustó preguntar por todo y escuchar respuestas, incluido el silencio como la mejor en algunos casos.

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