Por: Ana Coralia Fernández, periodista.
Decía Carmen Naranjo (Q.d.D.g.), tica brillante que no hemos terminado de descifrar, que con frecuencia “el humor es el arma con que se defienden los pueblos”.
¡Y tenía razón!
Desde el chiste acertado hasta el comentario jocoso y directo como un dardo; desde el dicho anónimo en el bus, hasta la ironía más elegante, son a menudo fórmulas que utilizamos los humanos para criticar, aterrizar, ubicar o censurar situaciones, personajes y realidades que nos maltratan o incomodan.
¡Y que lo digan las redes sociales con sus ‘memes’, gotitas de humor y toda clase de opiniones reactivas e inmediatas ante cualquier cosa que suceda!
Me encanta estar de buen humor.
Adoro los buenos chistes.
Amo soltar una carcajada cómplice ante una genialidad y reírme con mi pueblo. Pero no de mi pueblo. Nunca de mi pueblo. Ni de otros pueblos.
No creo en el humor que denigra, humilla o discrimina.
Y es que ser humorista no es sencillo, porque vivimos tiempos tramposos donde la risa es una especie de droga que alivia las penas cotidianas, las facturas siempre pendientes de políticos propios o ajenos y la dureza de la vida.
Sed tiene la gente de reírse, pero ¡ojo! Porque la risa, solitaria o compartida, debería ser también un boleto a la reflexión, a la madurez y al cambio, pues nada más sencillo que destruir en segundos con un chiste o una ‘chota’, diginidades, historias y raíces.
No se puede decir en broma lo que no nos atrevemos a decir cara a cara sin atenernos a las consecuencias.
¿Y de dónde esta perorata?
Pues porque el tema es noticia en estos días.
Una piedra en el zapato de dos pueblos que hace rato caminan con sandalias, y tratan de llevar la fiesta en paz y no necesitan sobredosis de xenofobia, ni reactivar viejos odios.
El “humor barato en estos tiempos de cólera” no es algo que necesitemos unos y otros para construir la esperanza y la alegría.
¡Y al que le caiga el guante, que se lo plante!