Periodista: Wendy Arias
Caminar hasta cuatro kilómetros en busca de un cartón que lo abrigara contra el fríoo de la noche o recoger basura de algún comercio a cambio de 500 colones para una botella de alcohol puro, era algo normal para Jorge García.
Las calles eran su hogar, el crack su pan diario y la soledad su inseparable compañera; Sin embargo, la vida de este vecino de Alajuelita no siempre fue así. A sus 30 años aún trabajaba en una imprenta, tenía pareja y una hija de año medio, un hogar y comida. Él es el claro ejemplo, de que no hay edad para sumergirse en el mundo de las drogas y refugiarse en la intemperie.
“La adicción es una enfermedad que se desarrolla en cualquier momento, nadie está exento. Un día salí con unos amigos por un par de cervezas, me dieron una dosis, la probé, pero nunca pensé que cada vez iba necesitar más y más. Como es lógico, empezaron los problemas con mi expareja y entonces decidí irme, sentía que era lo mejor para ella y para mi hija. Yo ya no me podía controlar. No pensé claro, la adicción me consumió. Perdí a mi familia, a mi trabajo y me perdí a mí mismo”. Y agrega: “Me dediqué a vender golosinas en los autobuses de San José, pagaba un cuarto y la droga. Así pasaron seis años. Luego lo del alquiler alcanzaba para otra cantidad, por lo que empecé a vivir en un rancho que hice en un charral y cuando me dí cuenta ya no tenía ni eso. inicié a dormir donde fuera”.
Con la voz entrecortada al echar un vistazo al pasado, Jorge relata lo que se vive cuando se tiene a la calle como hogar.
“Uno no se siente ser humano. El frío, la soledad de la noche, la lluvia y el rechazo de la sociedad son los tragos más amargos de vivir en la calle. Algunos piensan que quienes viven ahí no tienen sentimientos, no lloran o no se sienten tristes en una navidad. Juzgan muy fuerte y menosprecian. Yo sé lo que es que me tiraran un balde con agua fría a las tres de la mañana o discutir por un cartón para dormir. Los días son largos y el invierno es peor, uno se quiere morir porque se siente culpable y lo que hace es consumir más. Somos personas con una enfermedad difícil de controlar que muchas veces solo necesitamos un voto de confianza”.
Pasaron doce años sin tener un rumbo claro, consumiendo para vivir y viviendo para consumir, durmiendo aquí o allá, con el frio y la inseguridad como fieles compañeros. Asegura que estaba convencido de que no había un cambio de página.
Cada viernes el proyecto llamado “Calle Génesis” lleva un plato de comida a diferentes personas sin hogar. Cuando el alcohol o la droga no ganaban la partida, Jorge se hacia presente para comer. Uno de esos días, una mano amiga le reconoció, y le mostró una imagen que caló en su corazón y le abrió la puerta a recomenzar.
“Era la fotografía mi hija graduándose con medalla de honor, mi corazón se hizo un puño, yo no me fui por falta de amor, me fui porque la adicción me consumió. No hubo día que estuviera en la calle en que no pensará en ella, pero es que da vergüenza llamar. Cuando yo vi esa foto, supe que Dios estaba ahí me llene de coraje para recuperarme. Luego tomé más impulso cuando estando internado, me visitaron mis dos hermanos mayores y a los ocho días recibí el abrazo de mi mamá. Ya tengo cuatro años sin consumir, sin vivir en las calles, durmiendo en una cama, sintiendo el calor de una cobija y un hogar. Cuatro años creciendo”.
La vida empezó a sonreír. Ahora este hombre de 47 años, tiene una pareja que asegura es soporte, trabaja como guarda de seguridad en el Centro Cristiano de Alabanza, alquila un apartamento que amuebló poco a poco y compró su propio carro. Jorge no se conformó con retomar las riendas de su vida, constantemente visita a quienes aún viven en la calle, les lleva un plato de comida y les invita dejar el frio y la soledad que les refugia.
“Cada persona es una pepita de oro, es cuestión de pulirla. Yo aprendí que no hay imposibles. Dios me dijo, aquí estoy por medio de personas que me ayudaron, ahora yo puedo ayudar a otros. Me siento feliz con lo que hago y lo que he logrado. Pero tengo una tarea pendiente: volver a ver mi hija que ya casi cumple 18 años, es un proceso lento, pero estoy ansioso, esperando el momento para decirle: Perdón, mi enfermedad de adicción está controlada, aquí estoy”. Concluye con voz entrecortada y el corazón cargado de optimismo.