Jamás olvidaré aquella tarde. Yo era un saco de incertidumbre envuelto en dolor, sintiendo desprecio por mis malas decisiones, pariendo soledad y soledad como se paren varios niños nacidos de una misma madre desnutrida en el mismo parto.
Hechas harapos, mis emociones estaban convertidas en hilos mal cortados de una historia deshecha a tirones que caen como sobras al suelo, como hacen las costureras con lo que no sirve de sus telas luego de cortar con el molde. Yo no era lo que servía, el vestido hermoso, la pieza del diseño digna de una pasarela, no. Yo era material de desecho. Así me sentía.
Entonces ¿qué me queda?, pensé. Me tiré al suelo y fui parte de esa capa de polvo invisible y me hice uno con lo que no se ve. Y dentro de mí, a pesar de la mugre que oscurecía mi alma hice el ruego más profundo que ha salido de mis entrañas con un hilo de voz hacia afuera: “Abrázame. Sólo te pido un abrazo”.
No había nadie. ¿A quién se lo pedía? A El. En ese momento no era Dios, el que hizo el cielo, el sol y las estrellas, el Todopoderoso, el Artífice, el Hacedor, el Creador, Señor de Señores, Amo, Dueño. No. En ese momento era mi Papá. Todos los títulos que se merece pero yo terminé diciéndole con aquél hilo de voz “Solo te pido un abrazo Papá”.
Huérfana de toda alegría, no pertenecida al mundo de los triunfadores, excluída del aplauso, lo hice mi Papá.
Sin mayor esperanza que la de ser ignorada por Aquel que ama los corazones buenos, sentí, así lo confieso, sentí que unas manos cálidas me abrazaron. Real. Era real. Tan real que me quedé quieta, respirando muy suave y con los ojos apretados, como cuando el torero improvisado tendido en el suelo está a punto de ser embestido por la bestia. Pero esta vez, yo era embestida por la más perfecta dulzura que haya jamás experimentado en toda mi vida. Mi cuerpo se sentía tan abrazado, tan dulcemente abrazado, que si respiraba duro podía echar a perder la perfección del momento. El amor es perfecto. El abrazo era perfecto, envolvente, absoluto, total. Tan inmerecido y tan gigante, tan honesto, tan entregado, tan sin preguntas, tan total, tan “Aquí estoy”, tan “Yo soy”, tan “Te amo”.
Me cubrió y permeó mi alma. Aún lloro al recordarlo. Jamás de nuevo la soledad. No sé cuánto tiempo pasé ahí, sintiendo. Serían minutos, serían horas, era intenso, me dormí… ¿Sentí a Dios? ¿Puedo atreverme a decir eso? Pidiendo perdón por esta soberbia de Hija de Rey, diré que sí. Lo sentí. Lo supe. Lo viví.
Papá. Te sentí.
El abrazo de Dios me hizo darle gracias por el dolor. Por la insensatez de mis decisiones. Por dispararme en el pie yo misma con mis inseguridades. Por aprender.
Yo amo a Dios.
Yo lo necesito más que a nadie.
Yo no vivo sin El.
Sin su abrazo.
Su abrazo real. Total y sin preguntas.
Para siempre y por siempre.
Yo creo en Dios.