Puede estar estrujado, lleno de cicatrices, algo frío, hecho un puño, pero sigue latiendo. Algo tan valioso merece tu tiempo para sanarlo.
El corazón sigue, hasta el último suspiro, bombeando vida. El no te ha engañado. El merece que le pongás atención.
Ocupate de sanarlo. Es tu corazón, donde habitan los grandes del olimpo: el amor, la esperanza, la compasión; y es cierto, algunos inquilinos mal bienvenidos talvez han estado en él también: la traición, la frustración y el odio. Por eso, merece que lo limpiés. Hay una esponja que lava todo esto: el perdón (no la venden, sólo tenés que pedírsela a Dios).
El corazón tiene su agenda propia: no lo saturés de imposibles, ni de intentos fallidos; tampoco de miedos que no lo dejen amar. Sería bueno que midás bien si alguien merece estar ahí, ocupar un lugar tan importante.
No tomés a la ligera el corazón de nadie más. Cuando el sufrimiento se instala ahí, sólo se quita con el tiempo y cuesta. Al final, el sufrimiento abandonará este recinto, dejará la cicatriz y habrá más fortaleza que antes. Sin embargo, aquél que generó tristeza tendrá en su propio corazón una cara factura que pagar y eso es más duro que el dolor que sintió el otro.
Saná tu corazón. El se lo merece. Decile que lo amás y si es necesario decile que lo perdonás por si se ha equivocado; seguro lo ha hecho por amor. Vestilo de dignidad, limpiale la cara, ponele zapatos nuevos para que dé nuevos pasos. Abrazalo. Sacá coraje para sanarlo porque habrá alguna herida que amerite más cuidado que otra. Tomate el tiempo. No hay prisa, pero no lo sigás posponiendo. Saná tu corazón.