¿Los tiburones lloran? No sé los demás, pero este sí.  Es color oro , mide un 1´93 y tiene 31 años de edad. Su anatomía es imperfectamente perfecta: si estira los brazos tienen una longitud de 2,03 metros, convirtiéndolos en palancas perfectas para avanzar en el agua. Tiene un torso demasiado largo para la medida de sus piernas, equivalentes a las de un hombre de 1´80 metros.  Las medidas no dan y por eso cuando toca el agua, el mundo entero se calla para verlo, ese silencio sólo lo provocan los fenómenos.  Nadie escucha sus pensamientos, todos esperan su oro y siguen admirándolo como la cosa más rara de esta vitrina de rarezas olímpicas, pero él se quita las branquias apenas empieza a caminar en la tierra.

Esta vez, en Rio ganó oro y se fue a buscar a quién abrazar.  Cualquiera quisiera hacerlo pero él quiere oler la sangre de su sangre; se desvía del camino, el corazón le dice que busque a su hijo Boomer quien por cierto con 4 meses de nacido ya tiene en su cuentita de Instagram 144 mil seguidores. La foto se viraliza. Con ese papá no hay otra consecuencia posible.

Al ganar la medalla número 22, este jueves en Rio 2016, el mundo entero tiene los ojos puestos en el hombre que más oro ha ganado en la historia de las Olimpiadas.  Suena el Himno de los Estados Unidos y Michael Phelps no puede cantar. Aprieta la boca y llora. Sus ojos se mojan y hay tanto por qué llorar. Es que estuvo a punto de renunciar tras embriagarse de gloria en Londres 2012, es más dijo que ya no más. Además terminó con Nicole, su novia de hacía 5 años. Dinero y licor empezaron a juntarse y el campeón terminó frente a un juez que lo mandó a rehabilitación porque dos veces excedió la velocidad borracho…la depresión lo quizo ahogar pero luego, él entendió todo. Tuvo que saberse humano para comprender que el éxito requiere de ubicación porque si no se convierte en un tirano, en un verdugo, en un fantasma acosador de sueños. Volvió a nadar, recuperó a su novia (ella ya salía con otro pero le aceptó una salidita a Michael y aquí están!) y volvió a creer que lo imposible es posible.

Phelps, el “tiburón de Baltimore” con la medalla de oro número 22 en su pecho termina de escuchar el himno de su país y se baja del podio. La vida continúa, falta una competencia más en Rio, luego hay pañales que cambiar, una mujer a quien seguir amando y una vida con más desafíos fuera del agua que dentro de ella, al menos para este tiburón.

 

Acerca del Autor

Soy periodista desde que tengo uso de razón. Siempre me gustó preguntar por todo y escuchar respuestas, incluido el silencio como la mejor en algunos casos.

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