El frasco está en todos los dormitorios de las casas. Dice “odio puro” y viene una calavera pintada afuera. Está a la par de la acetona para remover la pintura de uñas y a la par del purgante para cuando hay estreñimiento. La gente lo toma cuando quisiera que otro se muera aunque el que se muere es el que se lo toma. Es una “auto medicación” para el alma que los sabios consideran una magna estupidez. Y lo es porque nadie lee la advertencia que viene en letra pequeña, debajo de la calavera: “El que se lo toma, se traga el veneno. Si usted desea que el daño lo reciba otro, no lo logrará”.

Y saber que se vende como pan caliente: las guerras a menudo son sobredosis de odio puro. El soldado que va a “defender a su Patria” desayuna, almuerza y cena odio puro y al que se le amputan las piernas es a él y no al que quería eliminar. Así de cruel es. La ex esposa que se toma un poco de odio puro, le dirá a su cerebro que ella es tremendamente infeliz y su sed de venganza –efecto secundario del odio- la terminará agotando a ella y no a su ex. Un día entrevisté a un hombre a quien un borracho le mató a su hija. ¿Por qué lo perdonaste?, le pregunté y él me respondió “Porque si no me moriría. Ya ese hombre está en la cárcel. Me toca seguir con mi vida, llorar a mi hija cada vez que la recuerdo desde hace 6 años y vivir con la mayor paz que pueda. No me quiero envenenar. No podría seguir viviendo, me moriría de odio y no quiero eso”.

Vos decidís si botar el frasco de “odio puro” o si seguir tomando de ahí. La tentación de odiar y tomarse unas cucharadas diarias equivale a medio vivir y morir de a poquitos; la decisión de tirar el frasco a la basura es lo mismo que decidir vivir con la mayor paz que se pueda. Esta última es la ideal.

Acerca del Autor

Soy periodista desde que tengo uso de razón. Siempre me gustó preguntar por todo y escuchar respuestas, incluido el silencio como la mejor en algunos casos.

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