Por Lizeth Castro

La vida es la bailarina. Yo soy el vestido.

La vida se estira, yo me alargo con ella, se curvea más mi sonrisa o la lágrima resbala fácil. El paso largo, el paso corto, todos suman para que el vestido también luzca la belleza de su tela.

La tela de mi alma se acomoda, se adapta y el baile continúa. Si la bailarina hace pausa no es porque se haya rendido, sino porque a veces hay que pensar el próximo paso.  La bailarina sabe que hasta los pasos que no se dan, suman en el avance.

La bailarina se duele y yo me arrugo un poco, me contagio de dobleces, y se me hacen pliegues que luego, al final del dolor, harán que el vestido tenga una belleza que antes no tenía.

Soy tela flexible, no me queda más, la bailarina está lejos de ser perfecta. Levitará de placer, se hundirá de decepción, se convertirá en alas cuando da gracias, se transformará en puño cerrado cuando pide explicaciones que nadie le da, estirará el cuello para oler el éxito, hundirá la cabeza en el pecho cuando sienta el fracaso.

Y ahí vamos, bailarina y vestido, amigas que asisten a la misma escuela, su piel toca mi tela, nos diseñamos y nos volvemos a diseñar sin posibilidad de prescindir la una de la otra, siendo una sola, sin distraerme yo mucho en cómo me veo sino dejándola a ella hacerse grande porque así también yo creceré. De ahí mi amor por ella, de ahí mi pasión y mi locura, de ahí mis palabras de homenaje a ella, que de no existir haria que yo tampoco exista.

Acerca del Autor

Soy periodista desde que tengo uso de razón. Siempre me gustó preguntar por todo y escuchar respuestas, incluido el silencio como la mejor en algunos casos.

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