Si fuera falta de leyes, sería más fácil. Alguien redacta algo que los demás dicen que sí y aprobado ordenan que quien incumpla va a la cárcel.

Qué va, no creo que el asunto ande por ahí:  A la niña la quemaban con cigarros, al bebé lo castigaban con agujas, al jovencito con ganchos, a la niña la mató un golpe en el estómago. No creo que existan leyes para llenar las almas vacías y decadentes de los adultos que “estaban a cargo” de esos seres humanos maravillosos que tienen poquito de haber llegado acá y ocupaban de ternura, de jugar, de reírse, de fantasear, de vivir.

Presos de su propia frustración papás, padrastros, mamás, madrastras, abuelas y abuelos asfixian con gritos el alma de la chiquita que tiene el enorme problema de ser niña y al chiquito que peca de no tener la experiencia del viejo.  Me atrevo a decir que vivos de milagro, tantos niños le pedirán al cielo que les haga realidad el sueño de desaparecer, porque ya ven venir el siguiente golpe.

Estoy convencida de que la medicina de tanta desgracia no está hecha de barrotes fríos ni leyes.  Está hecha de respeto, de abrazos, de tiempo para hablar, de palabras de aliento, de mesas donde todos se ríen y apagan el celular.

La medicina no la redactan los diputados y la ejecutan los jueces.  La medicina la diseñamos y la ejecutamos todos para no estar tan enfermos y se llama amor.  No hay de otra. Esa es y al niño se le da su dosis diaria insustituible, y el adulto se la toma también y todos los vecinos y los habitantes del país y del planeta también se la aplican.  El amor, sin duda alguna, es más poderoso que cualquier ley humana y es el único que puede apagar las llamas de este infierno.

Acerca del Autor

Soy periodista desde que tengo uso de razón. Siempre me gustó preguntar por todo y escuchar respuestas, incluido el silencio como la mejor en algunos casos.

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