Coordinamos una charla en un centro penitenciario y pronto ya estaba ahí, frente a 100 privados de libertad y una batería de oficiales de seguridad.
Me correspondía hablarles sobre la gran posibilidad que la vida nos da de aprender. Les decía que los errores son doblemente errores si no aprendemos de ellos. Que la vida no se acaba hasta el día en que nos rindamos. Les dije que hay un Dios lleno de amor que por ninguna razón dejaría de buscarlos si se pierden. Los alentaba yo a observar los milagros ocultos que suceden: respirar, ver, escuchar, comer, la llamada de una madre que a pesar de todo, ama y les hablé de agradecer. Ignoraba lo que ellos me enseñarían a mí y terminé la charla.
Un privado de libertad se me acercó porque era el coordinador de eventos culturales. “Lizeth, vamos a hacer unas rifas- me dijo-. Queremos que usted le dé a ellos los premios, ¿está bien?”. Yo feliz. Pedimos voluntarios para sacar el primer número ganador. Y así lo hicimos con los 15 premios más.
Conforme se ganaban las rifas, iban abriendo los regalos. Los ganadores empezaron a celebrar: “Lo que ocupaba, un desodorante! Muchas gracias!”. “Oiga, ¡me gané un papel higiénico!, gracias.” “Ay casi pego, por uno!!!!” y otro gritó “Yo pegué cepillo y pasta, muchas gracias”. No había ironía en sus voces, ese agradecimiento era genuino. Sí, eran artículos de aseo personal. Entonces me convertí en oyente y ellos en maestros. La agradecida era yo. La vida me estaba diciendo que lo que yo tengo en la normalidad de mi vida, para otros es motivo de celebración; que lo rutinario para otros sería casi un lujo; que lo que se encuentra en los estantes de una pulpería no todos lo pueden comprar.
Entendí que las pequeñas cosas también hay que valorarlas porque tienen que ver con dignidad. Es cierto, hasta en un desodorante y en un papel higiénico existe bendición y saber que cuento con eso me hizo sentir afortunada.