Uno quiere ganar. Difícilmente alguien quiera perder. Como la una y la otra son posibilidades reales, hay que estar preparados para ambas. Ganar te dibuja una sonrisa, perder te manda a clases. La maestra te espera con el ceño fruncido y vos, como alumno, decidís si le das la mano o la escupís. Ella te dirá: “No siempre se gana. ¿Entendés?” y vos hacés la lección más complicada o algo menos difícil.
En los televisores, Lionel Messi luce desconcertado. La voló en un penal –la tiró como si el marco estuviera en la gradería- porque sí, los seres humanos la pifian. El, estrella, talento planetario, único, genial, ídolo mundial, él también falla. Su país pierde la Copa América y Messi se va a sentar al banquillo. Nadie lo envía a la “esquina” de los chiquitos regañados; él sólo toma la iniciativa de desterrarse del mundo de los vivos en la cancha –hay unos que lloran de alegría y otros de frustración- porque no soporta ser el dueño de esa moneda de dos caras: la admiración del mundo y la decepción de sus seguidores. Esto es como el diablillo y el angelito de las fábulas y en esta escena el diablillo pudo más. Por dicha alguien se acerca a él y le dice que vuelva a la cancha a sufrir con sus compañeros. La culpa a veces es esa enemiga a la que le prestamos oídos y nos aísla de todos. Adiós culpa, bienvenido el abrazo. Verlo llorar en la cancha fue más consolador que verlo desolado por elección propia.
Todos llevamos un Messi adentro. A ese talento que nos fue dado hay que fortalecerlo, pero hay que ubicarlo. Si ganamos, aplausos de pie; si perdemos, a llorar y luego a seguir. No nos sentemos en el banquillo de los acusados porque fallamos. Quedémonos en la cancha, lloremos y dejémonos abrazar. Perder y ganar son dos hermanos que pertenecen a nuestra familia humana y ninguno se merece que no lo valoremos como riquezas en nuestra vida.