Es complicado relatar el dolor que siente mi amigo al saber que su bebé acaba de nacer y no se le ha permitido verla.
Católicos recalcitrantes, los abuelos de esta recién nacida, son líderes de un grupo familiar de la Iglesia y prefirieron decirle a su hija que su embarazo avanzara “escondido” mientras se pudiera; para ellos era vergonzoso y fueron más allá: le prohibieron a ella cualquier relación con su novio, que se había ya “disculpado” por la situación comprometido a darlo todo por esta causa que era una vida nueva. Ella fue tapada por muchos trapos durante unos 6 meses –ya a esas alturas era imposible ocultar el embarazo-. Tanto trapo diseñado por humanos quizo esconder el milagro de vida diseñado por manos Divinas, milagro que nació de una relación de noviazgo de dos adultos que creían en el amor, ella de 24 y el de 35.
Bastó con que un papel dijera “Positivo” para que la religión que practican estos señores lo viera como negativo, turbio, avergonzante, oscuro; no hablo de la religión católica –que yo practico-, sino de la religión de la hipocrecía, del irrespeto, de la cobardía de asumir consecuencias. La religión de los sepulcros blanqueados, que se golpean el pecho frente a los demás, llenos de ropa que tapa sus retorcidas formas de enjuiciar a su hija y a su novio y que hoy le niegan el abrazo de su papá a una bebé, su nieta.
Me duele en el alma saber que la religión es tan mal entendida. Qué será lo difícil de entender que es amor y más amor lo que debemos practicar; que es tolerancia; que es asumir consecuencias sin latigar a nadie. Qué será lo difícil de entender que somos hijos pródigos y que hay un Padre que nos espera con los brazos abiertos aún cuando venimos llenos de culpa y arrepentidos. Esa es la religión que yo quisiera practicar. No la otra. No, la de estos señores.
A mi amigo, que hoy se alegra pero que también llora de tristeza, mis respetos. Estoy segura que luego de la lucha que dará para reconocer a su hija, no sólo será un tribunal humano el que le diga que puede abrazar a quien es sangre de su sangre, sino el mismo Dios que le dio el privilegio de la paternidad.