El día que murió mi abuelita decidí nunca más usar reloj.  Meses atrás había tenido la noticia de que el corazón de mi bebé ya no palpitaba.  Eran dos emociones muy fuertes y con alguien tenía que pelearme. Lo hice con el tiempo.

Mi abuelita murió de 100 años y dos meses.  Mi bebé, de 13 semanas. Entonces pensé ¿Qué carajos hago yo con un reloj en mi muñeca?  Mi corazón de luto sólo entendía que los segundos siguen pasando aunque se te haya muerto una parte de tu propio corazón metidito en el vientre, donde se supone que está seguro y que en 40 o 41 semanas estaría recubierto con mi propia vida.  Mi corazón de luto sólo entendía que los segundos pasan y pasan aunque mi abuelita nos decía que ya Dios sabía lo que tenía que hacer y cuándo hacerlo, y que “era cuestión de tiempo” que sucediera.

Me cuesta llevar la cuenta de cuántos años tendría mi bebé. Serán más de 5, no me interesa hacer la cuenta en este momento. Es extraño. Sólo sé que en esta tarde de lluvia posiblemente estaríamos cobijados juntos, tomándonos un chocolate caliente, con el resto de la familia. Supongo. Así lo quisiera. Así no se puede.  No soy buena para las fechas.  Soy buena para llorar y la nostalgia ayuda mucho a eso.

Pero bueno, me seco las lágrimas y pienso que en esas 13 semanas mi bebé logró de mí lo que gente en años no ha podido:  volcarme loca de amor.  Palpitar el doble, soñar sonriendo, llorar de alegría, vibrar.  Despedirnos no fue fácil, pero las 13 semanas fueron tan intensas que en la despedida hubo mucho de agradecimiento.   Y mi abuelita con sus 100 años y 2 meses me enseñó que la fuerza interior no se aprende en ningún colegio y que no sobrevive quien no la tenga.  Que ella, descalza como fue, tuvo pasos tan firmes, sueños tan escogidos, que sus poesías ganaban concursos aún cuando no llegó a sexto grado. Las dos amamos la palabra.   Su herencia para mí fue amar la palabra.

Sigo sin usar reloj.   Bañado en oro, con diamantes, o de plástico y metal, no me sumará segundos.  El calendario no se inventó infinito. El amor sí.  Y elijo eso.  Vivir como vivió mi bebé, intensamente dando.  Vivir, como vivió mi abuelita: amando. A veces lo logro y otras me cuesta. Al final, lo único que podemos elegir no es el tamaño del reloj, sino la calidad de la arena que va cayendo, que no se devuelve, irrepetible y única.

Acerca del Autor

Soy periodista desde que tengo uso de razón. Siempre me gustó preguntar por todo y escuchar respuestas, incluido el silencio como la mejor en algunos casos.

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