Si deseas que venga la lluvia y no llega, como te sientas no es culpa de la lluvia, pero sí lo es de tus expectativas.
Si deseas que tu hijo sea cuadro de honor y no lo es, no es culpa de tu hijo como te sientas. Lo es de tu mente, que “diseñó” lo que querías que sucediera con él.
Si quieres con toda tu alma que tu pareja viva con vos hasta que envejezcan y él decide irse mucho antes de peinar canas, no es culpa de él como te sientas. Lo es de lo que pensaste era lo ideal.
Mi amiga Gina a sus 6O años lloró de alegría cuando sus compañeros le hicieron un almuerzo para celebrarle. “¿En serio no esperabas que te dieran esa sorpresa?”, le pregunto incrédula.
-“No, Liz. Yo aprendí a no esperar nada. Si la vida me quiere sorprender, la recibo con los brazos abiertos. Pero para sanar, he aprendido a no desear. He aprendido a agradecer lo que tengo y ser feliz así. Todo aquello que venga, será ganancia, pero no tiene que venir para que yo sea feliz”, me respondió.
Ese fue su regalo de cumpleaños para mí. Esa claridad me iluminó.
Nuestros hijos desean muchas cosas y lo vemos con normalidad.
Pero, ¿qué pasaría si les contamos que con lo que ya hay, pueden ser felices?.
Entonces, nosotros adultos somos los primeros en convencernos de que no ocupamos para ser felices ser más delgadas o el últmo celular, ni la pantalla enorme, ni ser jefes, o vivir en una casa más grande, ni tener la maestria o ganar el oro.
Y si me decis dígale esto a un niño que por ejemplo no tenga piernas, recuerdo lo que le decía su madre a Oscar Pistorius, el atleta paralímpico sudafricano quien recuerda: “Mi mamá le decía a mi hermano Carlos, ponete ya los zapatos, y a mi, ponete las prótesis. Entonces aprendi que solo eran zapatos diferentes”.
La verdad es que no hay que desear ser feliz. Con la grandeza de lo simple, hay que serlo. Y que las sorpresas de la vida lleguen, bienvenidas, si quieren llegar, porque la felicidad no depende de ellas.
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